sábado, 26 de febrero de 2011

Jorge Luis Borges

La moneda de hierro / The Iron Coin

Here is the iron coin. Let us ask
The two opposing faces what will be the answer
To the obstinate question that no one has not asked himself:
Why does a man require that a woman should love him?
Let us see. On the upper sphere are interwoven
The fourfold firmament borne up by the flood
And the unalterable planets.
Adam, the young father, and the young Paradise.
The evening and the morning. God in every creature.
In this pure labyrinth is your reflection.
Let us toss again the iron coin
Which is also a magic mirror. Its reverse side
Is no one and nothing and darkness and blindness. That is you.
The two faces forge a single iron echo.
Your hands and your tongue are unfaithful witnesses.
God is the ungraspable centre of the ring.
He neither praises nor condemns. He behaves better: he forgets.
Falsely charged with infamy, why should they not love you?
In the darkness of the other we seek our darkness;
In the glass of the other, our necessary glass.

J. L. BORGES (1976)



Aquí está la moneda de hierro. Interroguemos
las dos contrarias caras que serán la respuesta
de la terca demanda que nadie no se ha hecho:
¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?

Miremos. En el orbe superior se entretejan
el firmamento cuádruple que sostiene el diluvio
y las inalterables estrellas planetarias.
Adán, el joven padre, y el joven Paraíso.

La tarde y la mañana. Dios en cada criatura.
En ese laberinto puro está tu reflejo.
Arrojemos de nuevo la moneda de hierro
que es también un espejo magnífico. Su reverso
es nadie y nada y sombra y ceguera. Eso eres.
De hierro las dos caras labran un solo eco.
Tus manos y tu lengua son testigos infieles.
Dios es el inasible centro de la sortija.
No exalta ni condena. Obra mejor: olvida.
Maculado de infamia ¿por qué no han de quererte?
En la sombra del otro buscamos nuestra sombra;
en el cristal del otro, nuestro cristal recíproco.

lunes, 21 de febrero de 2011

Alejandro Jodorowsky

‎''No hay alivio más grande que comenzar a ser lo que se es. Desde la infancia nos endilgan destinos ajenos. No estamos en el mundo para realizar los sueños de nuestros padres, sino los propios.''

José Agustín Goytisolo

Palabras para Julia

Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable.

Hija mía, es mejor vivir
con la alegría de los hombres,
que llorar ante el muro ciego.

Te sentirás acorralada,
te sentirás perdida o sola,
tal vez querrás no haber nacido.

Yo sé muy bien que te dirán
que la vida no tiene objeto,
que es un asunto desgraciado.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en tí como ahora pienso.

Un hombre sólo, una mujer así,
tomados de uno en uno,
son como polvo, no son nada.

Pero yo cuando te hablo a tí,
cuando te escribo estas palabras,
pienso también en otros hombres.

Tu destino está en los demás,
tu futuro es tu propia vida,
tu dignidad es la de todos.

Otros esperan que resistas,
que les ayude tu alegría,
tu canción entre sus canciones.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en tí como ahora pienso.

Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino, nunca digas
no puedo más y aquí me quedo.

La vida es bella, tú verás
como a pesar de los pesares,
tendrás amor, tendrás amigos.

Por lo demás no hay elección
y este mundo tal como es
será todo tu patrimonio.

Perdóname, no sé decirte
nada más, pero tú comprende
que yo aún estoy en el camino.

Y siempre, siempre, acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en tí como ahora pienso.



(José A. Goytisolo: poeta español nacido en Barcelona en 1928, en el seno de una familia burguesa donde se respiró siempre un gran ambiente intelectual. Maestro de la poesía libre, que para él, era la «menos libre de todas si está bien hecha». Y bien hecha significa «con música interna». Fue además escritor, traductor y crítico literario, siendo su característica principal una curiosa combinación de nostalgia, humor e ironía. Se suicidó en 1999.)

jueves, 17 de febrero de 2011

Richard Linklater




''Antes del atardecer'' es una película de 2004 dirigida por Richard Linklater. Es la secuela de ''Antes del amanecer'' del mismo director. Entre una película y otra pasaron 9 años, los mismos que transcurren en la narración. No sólo atrae el romanticismo de la historia, sino también los diálogos sobre temas diversos, ya desarrollados en la 1º película, pero ahora tratados con mayor madurez por los personajes: política, religión, matrimonio, sueños.

Nueve años han pasado desde el encuentro de Jesse y Celine en Viena. Jesse se ha convertido en un escritor exitoso, Celine en una ecologista militante. Mientras que Jesse responde a una entrevista y firma dedicatorias en una librería anglófona de París, Celine aparece. Ella se reconoce en el personaje del último libro de Jesse. Deciden caminar un poco por las calles de París. Se informa que Celine no ha podido asistir a la cita que ellos habían fijado para 6 meses después de su primer encuentro en Viena (dicho en la anterior película). Ella explica que tuvo que asistir al entierro de su abuela (la abuela a la que Celine visita en Budapest en ''Antes del amanecer'').

En 9 años, muchas cosas han pasado, Jesse se ha casado y ahora es padre. Celine trabaja como responsable de proyectos humanitarios por la India, aunque está afincada en París, donde tiene un novio. Detrás de esta apariencia de éxito, Jesse y Celine van a revelar poco a poco sus debilidades. Primero Jesse, infelizmente casado y todavía enamorado de Celine, luego Celine, hacia el final de la película, en una escena en que explota todo lo que había ido guardando hasta el momento.

El final de la película es memorable; Jesse lleva a Celine hasta su piso y le pide permiso para subir, aunque sea un rato, para que le cante una canción. Por primera vez en la película, en que los dos no han parado de hablar, tienen su primer gran silencio al subir la escalera. En el piso, Celine acepta tocar una canción con la guitarra, un vals cuya letra indica claramente sus sentimientos hacia la noche que vivieron en Viena. Se levanta y prepara un té. Jesse pone un disco de Nina Simone, "Just in time". Celine empieza a bailar y a imitar a la cantante en el escenario, con su peculiar manera de dirigirse al público en mitad de las canciones.
Jesse, sentado en el sofá, la mira con una sonrisa de felicidad. Siguiendo su imitación de Nina Simone, Celine le dice "Bebé... vas a perder tu vuelo". Jesse le contesta, emocionado y feliz, "Ya lo sé". Se ríe mientras Celine sigue bailando.
Fundido al negro y títulos de crédito, que dejan las puertas abiertas a la imaginación.



Henry Miller

Estamos ahora en el otoño de mi segundo año en París. Me mandaron aquí por una razón que todavía no he podido desentrañar. No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios. Entonces, ¿éste?. Éste no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, es un escupitajo a la cara del arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza... a lo que les parezca. Cantaré para ustedes, desentonando un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras la palman, bailaré sobre su inmundo cadáver. Para cantar primero hay que abrir la boca. Hay que tener dos pulmones y algunos conocimientos de música. No es necesario tener un acordeón, ni una guitarra. Lo esencial es querer cantar.
Así, pues, esto es una canción. Estoy cantando.

Jorge Luis Borges

*El idioma

«El idioma es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo. Lo que nombramos sustantivo no es sino abreviatura de adjetivos y su falaz probabilidad, muchas veces. En lugar de contar frío, filoso, hiriente, inquebrantable, brillador, puntiagudo, enunciamos puñal; en sustitución de ausencia del sol y progresión de sombra, decimos que anochece».


(Tomado de «Examen de metáforas», en Inquisiciones, Madrid, Alianza, pág. 71.)

*Borges y yo

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografia del siglo xviii, las etimologias, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o de la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar.

Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Asi mi vida es una fuga y todo to pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página.

(El hacedor. Buenos Aires: Emecé, 1960)

lunes, 14 de febrero de 2011

José Hierro



''Liar King en los claustros''

Hernán Brienza

El bello fiero amor que tanto miedo da

Hoy es San Valentín. Anoche, seguramente para esperarlo, miles de parejas reservaron mesa en restaurantes pretenciosos de Palermo y luego se mataron en un hotelito de ocasión. Posiblemente, las fábricas de látex aumentaron sus ventas, las floristas se hicieron la noche y los taxistas debieron soportar en la parte de atrás del auto arrumacos y palabras caramelizadas. Seguramente, millones de hombres se engolaron, enarcaron sus cejas y se deshicieron en promesas. Y ellas los miraron con ojos de vaca enamorada y creyeron por una noche que era posible ser Meg Ryan o Julia Roberts. En los estéreos de los autos los parlantes derramaron miel y hubo regalos y sonrisas y mimos y acrobacias sexuales y no faltaron los sofisticados que hicieron malabarismos escenográficos y actorales para sorprender, seducir, impresionar a la dama. Pero “un poco de miel no basta, un poco de miel no basta”, reza como en una letanía Gustavo Cerati. El amor, si todavía tiene algo de sentido esa palabra prostituida, nada tiene que ver con la pantomima industrial del capitalismo. El verdadero amor no es consumible, no es productivo. El verdadero enamorado no es un comensal, ni un Don Juan; es, acaso, alguien que está fuera del mercado, que no se detiene en escaparates de tiendas prolijamente diseñadas con corazones de peluche, que no puede concentrarse en sus tareas productivas, que se deshace obsesionado en el rostro de la persona que ama.
El amor, convengamos, es una enfermedad, una patología.
Y en estos tiempos de cinismo –y quizás el cinismo sea el último refugio de los románticos o, su contracara, la antesala de una elegante cobardía– el brutal y bendito amor, ese que tanto miedo da, sea uno de los únicos momentos que justifiquen nuestra existencia.
Odio los sanvalentines –aclaremos que no hay ningún Valentín en el santoral católico que haya tenido un gesto romántico (los católicos, se sabe, no son muy afectos a estos descarrilamientos pasionales), se trata de una fiesta anglosajona cuyo inicio se debe al matrimonio entre una reina y un rey con un par de números romanos en sus nombres–. Pero no los odio por una reivindicación hispanoamericana y antiimperialista –otro lugar común si los hay–. Los odio con la misma intensidad que a Cupido, quien, dicho sea de paso, es un lindo angelito para practicar tiro al blanco. Aborrezco –admito que no es necesario tomarse con demasiado dramatismo esta proclama– la mercantilización del único momento en la vida en que hombres y mujeres se justifican ante la absurda inmensidad.
Acá, es decir, en la frase que sigue a continuación, planto bandera y cavo trincheras: el amor no es una alegría, aun cuando signifique nuestra felicidad. Sólo quien no se ha enamorado nunca cree que el amor está ligado a la belleza de la vida. Todos sabemos que tiene puntos de contacto con la dignidad del egoísmo, con la templada propiedad, con el deseado desgarro, con la renuncia sublime, con la enajenación, con la sagrada y venerada estulticia. Todos sabemos que el amor nos vuelve “Hitleres” de entrecasa, sutiles “Napoleones y emperatrices” o mínimos “Mozarts” de salón. Y siempre, siempre, en defectuosos y prepotentes poetas.
Imposible saber qué es el amor en términos universales. En mi caso siempre se ha presentado en forma desagradable, con un espasmo en el pecho, con una revolución en las entrañas, con un leve y sostenido mareo existencial y un temblor incontrolable en las piernas. Sazonado, claro, con el espejismo de creer que la presencia de ella hacía más habitable el mundo y con la necedad de creer que yo podía ser mejor de lo que era. Hasta ahí los síntomas. Ahora intentaré una definición por extensión ya que, como se sabe, definir el amor por comprensión es una quimera. Amor es: la promesa de eternidad en las miradas, las sonrisas que funcionan como antídoto frente al desamparo, el rubor acompañado con sudor después del orgasmo, “dos mañanas juntas” (como decía Marechal), es la chica que en la esquina espera silenciosa a que pase el pibe que adora, es el marido abandonado que con un vaso de Jack Daniel’s en la mano se debate en la balaustrada entre arrojarse o no al vacío, es el desayuno entre tostadas y mermeladas abiertas, es las ganas y el desgano, es la mujer que se quedó al lado de su hombre sabiendo qué él no la amaba, y es ese hombre que se quedó con ella aún cuando no la amaba, porque ambos, tal vez de forma mezquina, se amaban, es Romeo y Julieta, claro, y Tristán e Isolda, es la diosa Ishtar que renuncia a sus poderes para salvar a su amado del infierno y es Orfeo, capaz de cantar una canción tan hermosa como “Mañana de Carnaval” para rescatar a Eurídice de la muerte –porque convengamos que quien no ha sido alguna vez salvado del infierno por un amor no ha conocido el amor–. Es Werther y Robin y Marian, y la muchacha que te mira en el subte y no volvés a ver nunca más pero intuís que no hay amor más perfecto que esa brevedad, es el sostén del amor después del amor, aun cuando se torna anodino y rutinario. Es el desamor, es la angustia de esperar minutos interminables que te llame o se te conecte al messenger. Es el sí ante el altar y la “liturgia de las despedidas”. Es Cyrano de Bergerac… es exactamente una escena de Cyrano de Bergerac. La de esa noche tormentosa en que Cyrano le confiesa amparado por la oscuridad su amor a Roxana. Son esas palabras que suben por la enredadera como baja el licor por la garganta. Porque el amor sea quizás eso, un par de palabras. Y una renuncia. La renuncia de Cyrano, quien después de proclamar su amor se escapa por la pradera sabiendo que Christian recogerá los besos de Roxana. Pero hay algo verdadero en esa escena. Tal vez el amor sea apenas esas palabras susurradas, esa esperanza de letras y sonidos –sonidos que son audibles en el “Mild und Leise” de Wagner, en “Óleo de una mujer con sombrero”, de Silvio Rodríguez, o en “Eu sei que vou te amar”, de Jobim y Vinicius–. Después de todo, quizá el amor sea apenas la conmovedora música que nos acompaña en este trayecto surcado de hijoputeces, sonrisas y pesares.
El amor es la palabra. Es el “yo no quiero nada” de un Almafuerte que en realidad lo quiere todo. Es todo lo que se dicen, todo lo que se miran, lo que se sugieren, lo que coinciden, lo que se escuchan Celine y Jesse, en Viena y en París durante las tres horas y media que duran esas dos películas maravillosas –Antes del amanecer y Antes del atardecer–. Es, claro, ese susurro imperceptible para el espectador que pronuncia Bob Harris (Bill Murray) en el oído de Charlotte (Scarlett Johansson) en las calles de Tokio. Y la enigmática sonrisa de ella.
Es el llanto de un hombre que ruega porque no lo abandonen y la pizca de paprika que ella le pone callada y cómplice a la salsa en la cocina. Es el “placer de coincidir” y el “derramarse”. Y son las ganas de matar, también, porque hay en cada Otelo tanto amor como en cada Anna Karenina. Se me ocurre que cada vez que amamos –además de ponernos cursis como en esta contratapa– devenimos otros, somos un poco todos los que amaron. Somos Marco Antonios y Cleopatras, Quijotes y Dulcineas, Hernáncorteses y Malinches, Diegos y Fridas, Catulos y Lesbias. Nada hay más humano que esa imposibilidad. Nada más contradictorio que esa amalgama de carne, madera, besos, fluidos, gemidos, acaboses y dolores. Eso nos une. Nos hace historia. Por eso, muchachita mía, en este día despreciable de San Valentín, te digo: “Si no hay amor que no haya nada, entonces, alma mía, no vas a regatear”.


Publicado en el diario Crítica, 15 de febrero de 2010.

domingo, 13 de febrero de 2011

Roland Barthes

Fragmentos de un discurso amoroso

Espero una llegada, una reciprocidad, un signo prometido. Puede ser fútil o enormemente patético. Todo es solemne: no tengo sentido de las proporciones.
Hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo, destaco un trozo de tiempo en que voy a imitar la pérdida del objeto amado y provocar todos los afectos de un pequeño duelo, lo cual se representa, por lo tanto, como una pieza del teatro.
La espera es un encantamiento: recibí la orden de no moverme. La espera de una llamada telefónica se teje así de interdicciones minúsculas, al infinito, hasta lo inconfesable: me privo de salir de la pieza, de ir al lavabo, de hablar por teléfono incluso; sufro si me telefonean; me enloquece pensar que a tal hora cercana será necesario que yo salga, arriesgándome así a perder el llamado. Todas estas diversiones que me solicitan serían momentos perdidos para la espera, impurezas de la angustia. Puesto que la angustia de la espera, en su pureza, quiere que yo me quede sentado en un sillón al alcance del teléfono, sin hacer nada.
El ser que espero no es real. El otro viene allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he creado ya. Y si no viene lo alucino: la espera es un delirio.

domingo, 6 de febrero de 2011

Giuseppe Ungaretti

Placer
Versa, 18 Febrero 1917

Ardo con la
fiebre
de este torrente de luz
Doy la bienvenida a este

día como
a dulcificante fruta
Esta noche

sentiré
remordimiento como un
alarido
perdido en el
desierto.


Versión de Rafael Díaz Borbón

sábado, 5 de febrero de 2011

Adolfo Castelo

Los solitarios.
Siempre me gustó ser un solitario.
Deambular por los bares sin respuestas, sonreir a tipos que pasan con la amabilidad de los desconocidos. Conversar con amigos de la barra que nunca voy a volver a ver.
Quejarme de la lluvia. Refunfuñar a solas. Mirar sin ver.
Siempre me gustó ser un solitario.
Inventar romances que no sucederían, a la luz de unas velas que nunca iban a arder.
Siempre me gustó el olor del asfalto, los sabores de la madrugada, ese silencio denso y suave, sí, y no me contradigo, tan denso como suave, de tanto ser testigo de la vida de los otros. Ese silencio violado por los mañaneros, los tipos que invaden cuando viene el día, dispuestos a empezar cuando para mí se termina.
Quiero decir, hombres de traje, que interrumpen el alba con el rictus seco, los labios agrietados, la mente arrebatada, la mirada en blanco. Paradigmas de una normalidad que no conozco, o que, si conocí, me esforcé en olvidar a fuerza de acariciar la noche y la utopía.
Siempre me gustó ser un solitario.
Y, entonces, escuchar cada vez que volvía los golpecitos de los tacos altos de las mujeres solas de alguna noche parca o desdichada. Víctimas de su propio maquillaje. Como yo.
Porque la noche es preciosa y es ficticia.
Porque la noche es traicionera y atractiva.
Porque la noche alimenta los sueños imposibles.
Porque cuando sobre nosotros se cae la madrugada y el alcohol se divierte con la sangre, el mudo es un cantante, el manco un carpintero, y yo, que no soy ni mejor ni peor que ellos, me convierto en aquello que quise ser pero no he sido.
Porque en la noche se esquivan los espejos y los reflejos mienten.
Porque en la noche la piedad se regala y hay consuelo.
Y todos los que han muerto están vivos.
Tiene ese qué se yo… la noche, digo.
Es que siempre me gustó ser un solitario,
porque los solitarios somos muchos, y nos juntamos en dulce compañía.
Porque los solitarios, acostumbrados como estamos al oficio, no necesitamos mirarnos para vernos. Y jamás exigimos una explicación, porque sabemos que la razón, de noche, es astuta.
Y no nos empeñamos en develar el disfraz que tiene el otro, ni por entender qué nos dice el tipo cuando dice, porque es obligación de la madrugada no andar molestando con fastidiosas segundas intenciones.
La noche tiene reglas sabias, como las tiene la mafia y la familia.
Porque los solitarios somos fabuladores y guardamos muy bien nuestros secretos.
Mientras la madrugada abraza y alimenta, ahogados en penas o entre risas, siempre, una mujer nos ama, un gato nos espera, un hijo nos reclama, un amigo nos busca, una madre nos cuida.
Siempre hay algo. Siempre hay algo más allá de la noche que nos nombra, que cobra algún sentido con el día. Hermoso, delator y necesario.
Por eso me gusta ser un solitario,
porque eso de ser un solitario
es mentira.

martes, 1 de febrero de 2011

Jorge Boccanera

Suertes

Azar no es arrojar una moneda al aire.
Ni siquiera esperar el cara o cruz...
Azar es atrapar la moneda en el aire
y huir sin dejar rastro.

Florencia Abadi

desamor –qué raro sería, le digo, muchas vidas que se vuelvan lúcidas a la vez una lluvia que dé señales más claras– hablar me avergüenza de...

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