martes, 24 de diciembre de 2013

Adolfo Rozenfeld

Spleen

Antes yo era un llorador frecuente. A los veintialgo me fui de la casa familiar y en las noches toda esa soledad de nuevo nacimiento me cercaba el sueño. Había habido una chica. Ella se había cambiado el pelo de color, y después decidió volver al propio. Pasó por una transición, del pelo viejo al pelo nuevo. Ahí dejé de verla. Durante meses siguieron apareciendo pelos de dos colores en el baño. Entonces yo tomaba uno de esos rulos bicolores, lo sostenía, y la ducha y yo llorábamos juntos. Una vez que que se abren esas compuertas, decía un hombre de ojos ciegos, uno llora por todas las cosas en el mundo que merecen lágrimas.
Ahora lloro mucho menos. Logro mantener una sequía respetable por meses. A lo mejor estoy en un bar y de pronto lloro una lágrima. Una sola me alcanza. A los extraños debe extrañarles. Un señor de cierto tamaño, que suelta una lágrima en el almuerzo. Pero no es tristeza. Tampoco es alegría. Es más un sentido de nostalgia, o de dignidad enaltecida.
A veces es el regreso de una canción. La última: "Maribel se durmió". Cantarla para los adentros, pensar en mi hija en su cuna abrazada al perrito. O la última linea del libro de Artaud sobre Van Gogh: un loco que cobija a otro loco. Promete que un día Vincent va a volver. Para desparramar en el viento el mundo encarcelado que su corazón no pudo resistir.  O el poema de Éluard sobre la libertad. Esa palabra que convoca en la patita torpe de su perro. O los ángeles en blanco y negro que viven en Berlin. Y confunden su voz con la de los desesperanzados, para esperanzarlos. 
Otras veces lloro por los que ya no están. Por aquellos a los que quiero llamar desde haces meses o años, y nunca llego a discar el número. Por una dedicatoria de mi Papá en un libro. Por la perra que murió en mis brazos una muerte que en nada se parecía al sueño. Quizá para mi haya algo en los perros y las lágrimas, que se mezcla. Por el que fui y ya no soy. Por las ganas de abrazarme a mí en el pasado. A aquel que se paralizó al descubrir la existencia de la maldad. Por la inocencia invencible que tenía y quizá ya no tenga. Por ella, la mujer que estaba llamada a quererme mejor que nadie y terminó queriéndome peor que todos. Por la lejanía, por la incomprensión, por el desencuentro. Por el dolor que causé y me causaron. Por a veces tener nada, donde algo debería latir. Por la insensibilidad blindada que me fabriqué, para ya no llorar.



jueves, 5 de diciembre de 2013

Joaquín Gianuzzi

Ni ángel ni rebelde

No arriesgó nada
no practicó la irreverencia
no mordió el sexo del paraíso
no padeció la pesadilla de vivir
no aulló por falta de demonios en el vientre
no enturbió el agua de ninguna academia
no gozó la locura de la realidad
no destruyó su propia fisiología
no reveló lo insensato de la sensatez
no orinó ni escupió ni eyaculó fuera de foco
no hizo de la palabra la enemiga total
no metió ningún dedo en la llaga
de ninguna cosa hizo destino
no tuvo miedo de sí mismo
no metió mundo ni absoluto en sus venas
no arrulló entre sus brazos una bomba ni siquiera pacífica
no tuvo pensamiento ni ademanes
ni colores militantes
no se encamó con el monstruo de sí mismo
no hizo del vacío una utopía
no amó ni para nacer ni para morir
no telefoneó al otro mundo, no arrojó
bocanadas de sangre sobre el orden y el lenguaje.
Fue correcto adecuado municipal y obvio
o sea una buena persona en el peor sentido de la palabra.


Florencia Abadi

desamor –qué raro sería, le digo, muchas vidas que se vuelvan lúcidas a la vez una lluvia que dé señales más claras– hablar me avergüenza de...

más vistas último mes